viernes, 24 de julio de 2009

El calor y los incendios


(Por cortesia de El Correo de Escalona)

Cada año, en cuanto llegan estas semanas de calores más intensos se encienden los fuegos por la superficie española –también la del vecino Portugal- y comienzan a consumirse centenares y millares de hectáreas de arbolado, monte bajo o simple maleza.
Es verdad que de inmediato solemos volver la mirada a los pirómanos, a los chalados que disfrutan viendo arder el bosque, o a los malnacidos capaces de echar una cerilla con la podrida intención de aprovecharse de la destrucción para hacer negocio.
La condición humana tiene estas cosas y más aún en tiempos en que los valores no viven su mejor hora y la sociedad ha entrado en una crisis ética con pocos precedentes.
La tolerancia, una hermosa virtud que no figura como tal en ningún código religioso, se convierte cuando excede los límites en permisividad y arrastra tras de si los peores vicios.
Pero, aunque muchos fuegos sean intencionados, como constatamos cada verano, hay otros muchos que se deben al descuido o a la imprevisión. Y sus consecuencias son tan nefastas como las que nos deparan los maníacos o codiciosos.
En la categoría del descuido entramos casi todos. Desde el que tira una colilla, a quien abandona una lata o un envase de cristal, que con el sol ardiente se convierten en genuinas bombas incendiarias. Igualmente quien causa la tragedia por una estúpida chuletada o sardinada. Y cómo no, el que descuida una quema de rastrojos o cualquier otro método susceptible de provocar la destrucción.
En la modalidad de la imprevisión, la quema de nuestra masa forestal nos aproxima cada vez más al paisaje del desierto y se lo debemos a la negligencia de particulares y responsables de los servicios públicos que no preparan las malezas, talan cortafuegos y adoptan cuantas medidas sean capaces de detener las llamas.
Seguramente, el fuego que devora nuestra geografía tendría menos oportunidades –casi ninguna- si todos esos aspectos llegasen a la conciencia individual o colectiva de la ciudadanía. Y de crear esa conciencia, como de casi todo, son responsables los estamentos más cercanos al individuo: poderes municipales, enseñantes y familias.
Así son las cosas. Pero también es cierto que cuando llega la mitad de julio –o la semana de Santiago, como dice la sabiduría popular- y aprietan los calores, se extienden las llamas por todos lados, que a veces se cobran vidas como las de los cuatro bomberos catalanes muertos en su lucha contra un incendio.
Hay que hacer esfuerzos para creer que no hay nadie que pueda hacer algo a fin de que cada año se reduzcan hasta casi desaparecer los incendios.
Parece que este es otro de nuestros fracasos como colectivo social o sociedad organizada y desarrollada.
Y sin embargo, quizá si se inventase un mecanismo parecido al del carnet por puntos o si se garantizase por ley que un terreno ardido no sólo no es urbanizable, sino que es reforestable con carácter obligatorio, se redujese la plaga veraniega que las llamas representan.
Son esas medidas y no otras las que los ciudadanos esperan de sus responsables, mientras vemos seguir ardiendo bosques o matorrales y seguimos contando la muerte de valientes bomberos o trabajadores de la lucha contra los atropellos de la naturaleza.
Esta primavera hemos asistido en diferentes puntos de la geografia española a uno de esos deprimentes espectáculos a los que nos condenan la maldad intrínseca de algún mozalbete y la ineficiencia de ciertos agentes del orden. ¡Ya es hora de que alguien corrija también esos desmanes! O de que lo pague en la próxima cita con las urnas.

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